Shakespeer y Shakespeare.


Shakespeer
acontece en un cruce improbable de dos sentidos.

El primero, en la unión de dos palabras: shake [-up] (sacudir, agitar, remover bruscamente; debilitar, desalentar... pero también zafarse, liberarse). Y peer que, en una de sus acepciones señala a quienes son pares en un grupo (por edad, posición social y/o habilidades) y en laotra acepción describe la posesión de título nobiliario en el Reino Unido (esto incluye a quienes alcanzan honor de
Lord y por eso su lugar en la Cámara).

El segundo sentido es más intuitivo: la similitud fonética con el apellido del genial William, quien conocía varios (más) de los vericuetos del corazón humano.


En ese cruce breve, en ese chispazo más que improbable, en ese enlace natural, se despliega este blog.


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10/02/2012

#periodismo #mentir #derecho #dios

Hace no tanto tiempo atrás, con la proliferación de lo que se llama la 'web 2.0' (o 'web social') se empezaron a reconfigurar algunas relaciones entre los individuos. Al principio, sólo se hacían más visibles en su primera persona: alguno escribía en un blog o tenía un perfil en Twitter y podía comentar cosas de su vida cotidiana, como garabatear personajes de ficción, cuanto compartir lo que ya había escrito. En otro momento, a alguien se le ocurrió convocar gente a uno de estos espacios para un asunto determinado: una causa (justa o trivial - quién podría juzgarlo con precisión), un tema de interés o con la deliberada intención de desafiar los medios convencionales de difusión. Y todo ello no fue nada despreciable, sobre todo, porque empezaron a suceder cosas fuera de la virtualidad (o sea, en ese espacio que aún se llama 'realidad'). Luego de ello, algunos medios de comunicación convencionales, comenzaron a mirar a esos lugares donde pasaban cosas y a hacerse eco de ellas, mientras algunas editoriales empezaron a imprimir lo que sucedía en esos lugares en un modo que ya nos era conocido: tinta, tapas y bastante papel.


Entonces la lógica cambió... porque la cosa cambió, claro está.


Cada vez más gente pudo compartir una opinión y hacerla accesible a los demás de manera más veloz, incluso, de lo que antes solían hacerlo periodistas y comunicadores reconocidos -que no siempre llegaban a la inmediatez actual-... por lo que al viejo periodista [el único] habilitado a emitir un comentario acerca de un  hecho, se le sumó un blogger, dos, tres, mil. Y un foro, dos, tres, mil. Y una página pública de Facebook, dos, tres, mil... sin contar los casos de blogueros, foristas y personajes públicos en Facebook que arrastran una considerable mayor cantidad de seguidores que columnistas de carrera en ese espacio tan impresionante que conocemos como 'social media'. Con esto no estoy asegurando que los periodistas sean prescindibles, ni que todos deberían ser desbancados por el ciudadano de a pié. Tampoco aseguro que esa cantidad se traduzca, necesariamente, en calidad. Sólo digo que ahora, eso que antes sabíamos, se torna concreto: quien opina/analiza por gráfica/TV/radio no es necesariamente el que tiene la opinión más acabada acerca de un hecho, ni el que lo contempla en todos los puntos de vista o siquiera, los más interesantes... y por tanto, ahora podemos encontrar excelentes opiniones y comentarios fuera de los medios convencionales. Antes, dar con alguien perspicaz, que nos daba un análisis más valioso de un hecho era un fenómeno acotado -por el contacto físico o bien por el espacio en que ocurría (un congreso académico, una reunión gremial, un evento que nucleara a personas de diferentes extracciones, etc)-, mientras que hoy se hace masivamente accesible y viralmente potenciable.


Todo esto venía al caso de otro fin: quería presentarles un extracto muy rico, escrito por Milán Kundera en su libro 'La Inmortalidad', donde, mucho antes de la web social dice que 'periodista es [aquél] que tiene el derecho de preguntar'... algo que  inmediatamente me hizo pensar en esta reconfiguración del rol del periodista, y que ahora puede ser un oficio ejercido por muchos más de los que lo era antaño... en diferentes formatos, calidades y frecuencias. En otras palabras, el que hoy tiene derecho a preguntar, es todo aquél que tenga acceso a esta gran web 2.0, y por tanto, el sentido del oficio del periodista (sea que se lo ejerza una vez por año, dos o tres veces en un mes o todos los días) es un derecho [más] concreto, y no una bella declaración de principios en una carta fundante de un orden político-social.



El Decimoprimer Mandamiento.

En otros tiempos había un gran nombre que simbolizaba la fama de un periodista: Ernest Hemingway. Toda su obra, su estilo conciso y concreto, tenía sus raíces en los reportajes que enviaba cuando era joven a un periódico de Kansas City. Ser periodista significaba entonces acercarse más que nadie a la realidad, recorrer todos sus rincones ocultos, ensuciarse las manos con ella. Hemingway estaba orgulloso de que sus libros estuvieran tan abajo, junto a la tierra misma, y al mismo tiempo tan alto, en el cielo del arte (...). ¿Quién es, por lo demás, el periodista más memorable de los últimos tiempos? No es Hemingway, quien escribía sobre sus experiencias en las trincheras del frente; no es Orwell, quien pasó un año de su vida con los pobres de París; no es Egon Erwin Kisch, conocedor de las prostitutas de Praga, sino Oriana Falacci, quien entre 1969 y 1972 publicó en el semanario italiano L'Europeo un ciclo de conversaciones con los más famosos políticos de la época. Aquellas conversaciones eran algo más que simples conversaciones; eran duelos. Los poderosos políticos, antes de advertir que se estaban batiendo en condiciones desiguales —porque las preguntas podía hacerlas ella y ellos no— ya se retorcían K.O. sobre la lona del ring.  Aquellos duelos eran el signo de los tiempos: la situación había cambiado. 

El periodista comprendió que lo de hacer preguntas no era simplemente el método de trabajo de un reportero, que realiza sus investigaciones modestamente con una libreta y un lápiz en la mano, sino un modo de ejercer el poderPeriodista no es aquel que pregunta, sino aquel que tiene el sagrado derecho de preguntar, de preguntarle a quien sea lo que sea. ¿Acaso no tenemos todos ese derecho? ¿Y no es acaso la pregunta un puente de comprensión tendido de hombre a hombre? Quizá. Por eso precisaré mi afirmación: el poder del periodista no está basado en el derecho a preguntar, sino en el derecho a exigir respuestas.  


Fíjense bien, por favor, en que Moisés no incluyó entre los diez mandamientos el de «¡No mentirás!». ¡No fue una casualidad! Porque quien dice «¡No mientas!» tiene que decir antes «¡Responde!», y Dios no le dio a nadie el derecho a exigir de otro una respuesta. «¡No mientas!», «¡Di la verdad!», son palabras que un hombre no debería decirle a otro si lo considera un igual. Quizá Dios sea el único en tener derecho a decírselas, pero no tiene ningún motivo para hacerlo porque todo lo sabe y no le hace falta nuestra respuesta. Entre el que da órdenes y el que tiene que obedecerlas no hay una desigualdad tan radical como entre quien tiene derecho a exigir una respuesta y quien tiene la obligación de responder. Por eso el derecho a exigir una respuesta se otorgaba desde siempre sólo en casos excepcionales. Por ejemplo al juez que investiga un delito. En nuestro siglo se adjudicaron este derecho los Estados fascistas y comunistas, y no en situaciones excepcionales, sino para siempre. Los ciudadanos de esos países saben que en cualquier momento puede producirse una situación en la que serán llamados a responder: qué hicieron ayer; qué piensan en lo más oculto de su alma; de qué hablan cuando se encuentran con A; ¿es cierto que mantienen una relación íntima con B? Precisamente ese imperativo sacralizado «¡Di la verdad!», ese decimoprimer mandamiento, a cuya fuerza no supieron resistir, los convirtió en masas de miserables infantilizados. Claro que a veces aparecía algún C que no quería por nada del mundo decir de qué había hablado con A, y para rebelarse (con frecuencia era la única rebelión posible) decía en lugar de la verdad una mentira. Pero la policía lo sabía y montaba en secreto en su casa micrófonos ocultos. No lo hacía por motivos reprobables, sino para enterarse de la verdad que el mentiroso C escamoteaba. Sencillamente reivindicaba su sagrado derecho a exigir una respuesta. En los países democráticos, cualquiera le respondería sacando la lengua al policía que se atreviera a preguntarle de qué ha hablado con A y si mantiene relaciones íntimas con B. No obstante, aquí también el gobierno del decimoprimer mandamiento se ejerce con toda energía. ¡Algún mandamiento tiene que gobernar a la gente en nuestro siglo, cuando los Diez Mandamientos de Dios ya casi han caído en el olvido! 

Toda la estructura moral de nuestra época se apoya en el decimoprimer mandamiento, y el periodista ha comprendido que gracias a una resolución secreta de la historia debe convertirse en su administrador, con lo cual adquirirá un poder con el que no soñaban ni Hemingway ni Orwell.  La primera vez que esto quedó demostrado con total claridad fue cuando los periodistas norteamericanos Cari Bernstein y Bob Woodward descubrieron con sus preguntas el juego sucio del presidente Nixon durante las elecciones y obligaron así al hombre más poderoso del planeta primero a mentir en público, después a reconocer en público que mentía y finalmente a marcharse con la cabeza gacha de la Casa Blanca (...) Destronarlo no por las armas o con intrigas, sino mediante la mera fuerza de la pregunta. «Dime la verdad», dice el periodista y nosotros naturalmente podemos preguntar cuál es el contenido de la palabra verdad para aquel que administra la institución del decimoprimer mandamiento. Para que no haya confusiones, subrayamos que no se trata de la verdad divina por la que murió en la hoguera Jan Hus, ni de la verdad de la ciencia y el libre pensamiento, por la que quemaron a Giordano Bruno. La verdad que corresponde al decimoprimer mandamiento no se refiere ni a la fe ni al pensamiento, es una verdad de la planta baja de la ontología, la verdad puramente positivista de los hechos: qué hizo C ayer; qué es lo que de verdad piensa en lo más profundo de su alma; de qué habla cuando se reúne con A; y ¿mantiene relaciones íntimas con B? No obstante, aunque esté en la planta baja de la ontología, es la verdad de nuestra época y tiene la misma fuerza explosiva que en otros tiempos tuvieron la verdad de Hus o la de Giordano Bruno (...).


Empieza la campaña electoral, el político salta del avión al helicóptero, del helicóptero al coche, se esfuerza, suda, engulle su almuerzo a la carrera, grita por el micrófono, pronuncia discursos de dos horas, pero al final, siempre dependerá de Bernstein o de Woodward cuál de las cincuenta mil frases que pronunció llegará a las páginas de los periódicos o será citada en la radio. Por eso el político querrá aparecer en la radio o la televisión en directo, sólo que eso no es posible más que por medio de Oriana Fallacci, que es dueña y señora del programa y que será quien le hará las preguntas. El político querrá aprovechar el momento en que por fin lo ve toda la nación y decir enseguida lo que siente, pero Woodward sólo le va a preguntar por lo que no siente en lo más mínimo, por lo que no quiere ni mencionar. Se encuentra así en la situación clásica del bachiller al que han convocado a la pizarra y que intenta emplear el viejo truco: pondrá cara de responder a la pregunta pero en realidad hablará de lo que para la emisión preparó en su casa. Pero si este truco valía hace tiempo para el profesor, no vale ya para Bernstein, quien le recuerda implacable: «¡No ha respondido a mi pregunta!» (...)




Este post está especialmente dedicado a @snlalaurette





26/07/2011

Yo vi.


Interesantes fotos muestran algunos posts de EyeSaw. Y brillante su juego fonético entre 'el ojo - ve / el ojo [que] ve' y su fonética, que es casi idéntica a la sentencia 'Ví' / 'Yo ví' (I saw). Principalmente, recopilan intervenciones públicas relacionadas a publicidades y además, realizan alguna que otra vez, esas intervenciones. Veamos algo de lo que presentan como tal:




'No Alimente a los Animales'. Para esta intervención, sus autores aseguran que, cuando se trata de comer en la ciudad, el mundo es nuestra langosta. Hay tantas opciones por el simple hecho de que hemos sido forzados por el Big Man -y su sofisticada campaña publicitaria- a comer pollo y hamburguesas todo el día, pero eso no quiere decir que tengas que comer efectivamente su mierda [sic].









Los logos y las identidades de marca han sido cortadas del refugio de ómnibus advirtiendo y juxtaponiendo con la silueta del logo del blog para producir una imagen de irónica verdad.

















La intervención 'Burger King' sugiere que desde la infancia estamos siendo sobornados con juguetes y pelotas por codiciosas corporaciones en un intento de ganar clientelas de por vida, ignoando las consecuencias que este tipo de comida provoca en detrimento de nuestra salud.















Luego de que instalaron esta pieza, la gente de EyeSaw decidió mantenerse un rato en la parada de autobús (sin pretender algún efecto con ello) para observar la reacción de la gente. Una pareja de adultos mayores se acercó y escucharon a ella decirle al hombre: 'qué están vendiendo ahora? a lo que él respondió: 'parece una película de terror'.


¡Ah! Casi lo olvido. Titularon la intervención con una cita: 'El último capitalista en la tierra que colguemos será el que nos venda la soga'. -Karl Marx.










Como si todas estas intervenciones no fuesen interesantes, 'los EyeSaw' además hicieron lo que sigue. Dejemos que, como siempre lo hacen, las imágenes comuniquen su mensaje y ustedes construyan, cada uno, su sentido:



























Y la que más me gustó:

La libertad de la gráfica misma, echada a volar.

Y nuestra libertad, al no tener que contemplarla.




13/05/2011

¡Vamos Cottard!

Entre tantas otras cosas que dejan huella de La Peste de Albert Camus (y que ya señalamos tres como genialidades, pero que por nada alcanzan a señalar todo lo que ese fuertísimo libro tiene entre sus líneas)*, está un pasaje curioso, gracioso, imposible de no rescatar como una bandera. El protagonista es Cottard, el libertario temeroso de ser encarcelado, que alterna entre el suicidio, sus asuntitos en el mercado negro, la obsesión por causar buena impresión en los demás (para que lo salven de la cárcel), prolongar el período de peste (también -por mal que suene- para que lo salve de la cárcel). Cottard es, definitivamente, un hombre mezquino (o que se ha tornado tal, por causa de algunas circunstancias, si es que prefieren verlo así... en cualquier caso, el resultado es igual de desagradable).

Pero, como todo tiene sus excepciones (todos los héroes transpiran, y los malos defienden lo que quieren con su vida, al igual que el mejor de los soldados), Cottard protagoniza el próximo pasaje. Unas líneas que pintan más una idea que una situación entre personaje: y que, sin esfuerzo, las ví como un manifiesto cotidiano -seguramente, mucho más para mí que para el personaje o para las intensiones del autor en su mismo oficio-. Por esto es que no dudo que Cottard define bien lo que ve, y aquí, sólo aquí, lo apoyo con toda simpatía... Por otro lado -y por suerte-, no existe ley contra lo que nos imaginamos al leer, y se me hace imposible no pensar que Cottard dice esa última línea, destacada aquí en negrita, hablado con la boca torcida, la frente relajada -bajándole así un poco los párpados- y señalándo en la dirección del juez con el pulgar rotado hacia fuera. En mi lectura, es tan necesario que así sea...


"-Ahí viene el juez de instrucción -advirtió Tarrou mirando a Cottard.
A Cottard se le mudó la cara. El señor Othon bajaba la calle, en efecto, y se acercaba a ellos con paso vigoroso pero medido. Se quitó el sombrero al pasar junto al grupo.
-¡Buenos días, señor juez! -dijo Tarrou.
El juez devolvió los buenos días a los ocupantes del auto y mirando a Cottard y a Rambert que estaban más atrás los saludó gravemente con la cabeza. Tarrou le presentó a los dos. El juez se quedó mirando al cielo durante un segundo y suspiró diciendo que esta era una época bien triste.
-Me han dicho, señor Tarrou, que se ocupa usted de la aplicación de las medidas profilácticas. No sé como manifestarle mi aprobación. ¿Cree usted, doctor, que la enfermedad se extenderá aún?
Rieux dijo que había que tener la esperanza de que no y el juez añadió que había que tener siempre esperanza porque los designios de la Providencia son impenetrables. Tarrou le preguntó si los acontecimientos le habían ocasionado un exceso de trabajo.
-Al contrario, los asuntos que nosotros llamamos de derecho común han disminuido. No tengo que ocuparme más que de las faltas graves contra las nuevas disposiciones. Nunca se había respetado tanto las leyes anteriores.
-Es -dijo Tarrou- porque en comparación parecen buenas, forzosamente.
El juez dejó el aire soñador que había tomado, la mirada como suspendida del cielo, y examinó a Tarrou con aire de frialdad.
-¿Eso qué importa? -dijo-. No es la ley lo que cuenta: es la condenación, y en eso nosotros no influimos.
-Este -dijo Cottard cuando el juez se marchó- es el enemigo número uno.
El coche arrancó."


Por supuesto, esto guarda relación no sólo con el carácter libertario (aunque vivió y murió atricherado imbécilmente) sino también con su pánico a que la ley lo prendiese. Pero, si dejamos en suspenso esta última situación -y no dudo que la intensión del autor era precisamente esa, la de jugar entre dos significados que resultaban ambiguos, vagos entre sí (pero que claramente se referían a esas dos situaciones)-, y pensamos sólo en lo que el narrador definió como 'opiniones muy liberales', la afirmación de Cottard... simplemente florece.






(*) Desde ya, ello implica que aún no hayamos 'terminado con él'. Es posible que le dediquemos alguna referencia futura acerca de las últimas páginas -de una profundidad descomunal-, y, que seguramente, en el futuro nos detendremos en lo que uno de sus personajes más deliciosos -Tarrou-, ve como 'la peste' y 'los verdugos que son siempre víctimas' (y viceversa)... En pocas palabras, una recomendable reflexión acerca de la pena de muerte.



22/04/2011

Sin título (XII)



No entiendo por qué la gente se asusta de las nuevas ideas. A mi me asustan las viejas. 


John Cage





27/03/2011

No Leas, que Contamina.

En cabeza cerrada no entran ideas. 
Andrés Rivera cuenta una historia maravillosa en un libro que felizmente cayó a mis manos hace unos cinco o seis años (*): el genial Dashiel Hammett, fue juzgado el 26 de marzo de 1953 por el subcomité del Senado de los Estados Unidos presidido por el infame Joseph McCarthy (el que examinaba, en este caso -entre otras cosas- qué libros pro-comunistas habían conseguido infiltrarse en ciento cincuenta bibliotecas dependientes del Departamento de Estado en el extranjero. Todo esto, por supuesto, dentro del paraguas del Comité de Actividades Antinorteamericanas). Entre ellos, había, aparentemente, unos trecientos ejemplares con autoría de Hammett, esparcidos en setenta y tres de esas bibliotecas. Fue esto lo que le valió al autor una cita para declarar.

McCarthy, que se tomaba muy en serio lo suyo, lo interrogó por bastante tiempo. En ello, le pregunta: 'Si usted estuviera gastando, como estamos haciendo nosotros, más de cien millones de dólares al año en un programa de informaciones que se supone tiene por objetivo luchar contra el comunismo, y si usted fuera encargado de este programa de lucha contra el comunismo ¿adquiriría usted las obras de unos 75 autores comunistas y las distribuiría por todo el mundo estampando en ellas nuestro sello oficial de aprobación?' Hasta esa pregunta, Hammett se había amparado en la Cuarta Cláusula de la Constitución norteamericana (ella permite que el interrogado no conteste, si considera que su respuesta se convertirá en una acusación hacia sí mismo). Rompió el silencio y le contestó: 'Bien, pienso -por supuesto que no lo sé- que si estuviera luchando contra el comunismo, creo que lo que haría es no darle a la gente ninguna clase de libros', a lo que McCarthy devolvió: Viniendo de un autor, este comentario es poco corriente. Muchas gracias, ha terminado el interrogatorio'.  





(*) Ese libro era Un Golpe a los Libros: Represión a la Cultura Durante la Última Dictadura Militar, de Hernán Invernizzi y Judith Gociol, editado por EUDEBA en 2003.



19/01/2011

Relación Historia - Cine I



Siempre me gusta leer lo que Marc Ferro tiene para decir sobre este tema. Como tantos otros (algunos con capacidad de respuesta, otros que estamos aprendiendo) siempre se saca algo en limpio. Porque nunca está demás preguntarse: ¿Existe una visión fílmica de la historia? ¿Es verdad que el cine y la TV introdujeron una nueva manera de acercamiento -metodológica y de contenido- a las materias históricas? Lo cierto es que a Ferro no le interesa ‘el pasado’ sino la ligadura de ello con el presente. En otras palabras, si el pasado es sólo un sueño sin importancia, o si efectivamente importa en/sobre la realidad actual.

Por un lado afirma que nuestro cerebro aprehende cada vez más frecuentemente de manera audiovisual (en otras palabras -mías, no de Ferro- esa gramática está cada vez más naturalizada en nosotros, lo que alguna consecuencia debe tener, innegablemente). Esto no siempre se puede achacar a nuestra pereza, que nos lleva a elegir la inmediatez de la imagen antes que la empresa de leer un libro: en muchos lugares del mundo, la TV y el cine son las únicas fuentes de información (y nombra el caso de los pueblos ex-coloniales; sobre todo el África negra. Pero también el mundo islámico, donde realizó una encuesta entre estudiantes iraquíes y resultó que conocen el pasado reciente de la vida árabe a través de films). Aunque vale recordar que no son sólo esos casos, dado que hay muchos otros países formados cultural y políticamente, por las imágenes (Europa tiene aún, dice Ferro, una cultura mixta que no comunica entre la imagen y el texto).


Antes de seguir es importante atender que -aunque lo parezca- esto no es un problema nuevo, ni exclusivo de algunos pueblos como los islámicos o el África negra: en otras formas históricas, este 'reemplazo' (palabra mía, no de Ferro) lo hacían la novela y el teatro. El ejemplo significativo es el caso de la obra histórica de William Shakespeare. En Inglaterra, varios deben haber visto casi toda su obra (igual que en Francia se dice que todos han sido, son, o serán gaullistas). Se tiene Shakespeare en teatro, TV, cine, con Orson Welles (yo agregaría: en los especiales de la BBC, con Kenneth Branagh), sencillamente, es algo inevitable. Pero, en algunas piezas de Shakespeare hay problemas históricos que son abordados -como la guerra contra Juana de Arco en Francia- y los ingleses conocen la versión de Juana según William Shakespeare (tal vez, varios sólo conozcan eso). Aquí hay algo curioso para Ferro, pero gravísimo para mí: incluso muchos historiadores que han escrito sobre Juana de Arco sin leer las obras de los historiadores sobre ella, a la larga reproducen la versión shakesperiana. En el caso de las generaciones más jóvenes, es posible que la cuestión sea diferente (sabemos que la historia cambia en cada generación porque responde a las necesidades actuales, es por eso que no estudiamos problemas históricos como lo hacíamos hace veinte años, dado que las preguntas y/o necesidades cambian - y sino lo hiciesen, la historia se habría muerto); pero Ferro no parece justificar cómo o en qué es diferente.

Volviendo al punto de Shakespeare, Juana de Arco y la historia, lo fundamental es, el hiato que aquí se produce: mientras un historiador persigue a lo que otro historiador dijo u opinó, Shakespeare continúa en las cabezas de la gente. Esto es así porque la obra estética dura siempre más que la obra histórica. Y así acontece con el cine (si se preguntase qué se sabe de la Revolución de 1905, Ferro cree que habría dos tipos de respuesta: los que hicieron un poco de política -y leyeron a Lenin y otros- que sabrán que los sucesos de 1905 son el ensayo general de la Revolución de 1917; y los que reproducen una idea que se reduce a El Acorazado Potemkin de Eisenstein. Y aquí la cosa se pone muy interesante: Ferro se refiere al trabajo de Wenden [Battleship Potemkin -Film and Reality] que fue publicado por Kenneth Short [Feature Films as History, en Londres hacia 1981] donde se demostró que los detalles de la película son falsos. A ver: la idea general es auténtica, pero no los detalles -salvo por la carne y los gusanos del principio y el entierro de las víctimas- pero la ciudad de Odessa ignoró al Potemkin y los marineros no combatieron valerosamente (ya en tierra, huyeron rápido y se encontraron aquí en Argentina, pero ninguno regresó para la Revolución de Octubre; tampoco había entre ellos algún bolchevique - ni siquiera un menche). En conclusión, la leyenda del Potemkin tomó el lugar de la historia del Potemkin.

Dado este panorama, deberíamos, entonces, estar al borde de la desilusión. Por suerte Ferro [me] ofrece algo más interesante, como es interrogar[se] sobre qué visión de la historia se puede conseguir a través del cine, y por qué nos forma/deforma a un mismo tiempo.


Primero, tenemos que ser críticos con la primera mirada sobre un film, sea 'de época' o no (todos los films son históricos, incluso los pornográficos, porque todos tienen una sustancia histórica). Acontece que al ver una película que remite al pasado, solemos tener lo que Ferro bautizó como mirada positivista (es decir, erudita, porque estamos pendientes de verificar su autenticidad: Si versa sobre el comienzo de la Primera Guerra Mundial y vemos soldados con casco, y los espectadores son franceses, sabrán que es falso, porque entonces llevaban casquete, y lo cambiaron recién en 1917. Seguramente se sentirán contentos de su tremenda erudición [!] pero seguirán sospechando...). Y los cineastas tienen mucha atención en ser eruditos. Por ejemplo, René Allio realizó en 1972 una película sobre la revuelta protestante de Les Camisards -un grupo de hugonotes del siglo XVIII-, y captó paisajes que no habían cambiado desde hace tres siglos y se cultivase maíz. Buscó todo el vestuario y hasta hizo hablar a los habitantes la lengua de aquél siglo (que no era difícil, porque en ese lugar la lengua no había cambiado). La reconstitución histórica era buena, pero no se entendía mucho y necesitó subtítulos. Y aquí es donde no coincido en lo que plantea: Ferro dice que si se ponen subtítulos, se acaba por poner la modernidad allí, recordándonos que eso es cine. De ese modo, el positivismo se auto-combate y la autenticidad aún cuando existente, es destruida. Además, Ferro le achaca a ese exceso de positivismo, tornar el film en algo antiestético, molesto.

Es extraño que transcribir una lengua o dialecto en términos actuales sea 'antiestético'. O mejor dicho, puede serlo, pero ante todo es necesario. Realmente no creo que el subtítulo destruya el realismo: con ese criterio, quienes no hablamos francés y dependemos de él, estaríamos viendo una película de 'menor calidad' o 'antiestética'. Por otro lado, también podríamos interpretar que ese subtítulo da cuenta de la diferencia en el lenguaje de esos tiempos y los actuales -lo cual nos recuerda que esos tiempos son diferentes de esos y por tanto nos vemos obligados a ponernos en diálogo con esa diferencia para poder comprenderlos- algo que no le veo nada de malo (por alguna razón, pienso en varios trabajos de Cecil B. DeMille que -aunque hizo una muy buen [su mejor] película religiosa muda como The King of Kings en 1927- lo que hizo hacia los '50s nos mostraba la historia bíblica con muchas varias infecciones de esterotipos. Antes que ver un filme que pretende reconstruir una situación pasada con esas pinceladas, prefiero los subtítulos de Allio, que me recuerdan, con mucho realismo, que mi sociedad no es la misma que la de los hugonotes, y no sólo porque vivo en otro país y hablo otra lengua sino porque si viviese en otro lugar de Francia que no fuese el pueblo en cuestión de la película, tampoco podría entenderlos... simplemente, porque las sociedades, aún al interior de una frontera nacional, cambian, se mezclan, en fin... les pasa el tiempo, que, en el mejor de los casos, provoca que las cosas cambien de algún modo, no necesariamente bueno).

Sigue Ferro con otro ejemplo: el de Bernardo Bertolucci en Strategia del Ragno (1970). En este trabajo señala tres épocas, y asegura que lo hace para que no se vea demasiado la manipulación histórica del mismo personaje por el presente y por el pasado (afirmación que sólo haría alguien que confirmó eso con el director -es decir, habló con él-... en otro caso, parece no pasar de una interpretación de Ferro, sin más). El modo de concretar esas tres épocas son el cambio de camisa con un pequeño brazalete rojo (cuando lo lleva en el brazo, es la época fascista; cuando lleva corbata o el cuello abierto se comprende que es después de la esos tiempos). Y para la tercera dimensión histórica del film -el sueño-, ilumina un poco más los planos. Por supuesto, cree Ferro, todo requiere de una visión muy atenta (o tener la misma interpretación que tiene él, para decirlo más directamente. En fin...).

Parece que esta mirada positivista, asegura Ferro, no es la que usamos a menudo. La principal manera de mirar es siempre ideológica, política -y encima, ella domina a la positivista-. Para demostrarlo, toma dos cineastas dotados para la reconstitución histórica: Eisenstein y Tarkovski. El primero, en su Alexander Nevsky (1938) convierte un héroe eslavo religioso en uno laico (algo que al final de cuentas no ha hecho poner el grito en el cierlo a nadie, porque, asegura Ferro, todos somos presa de su lirismo y nos olvidamos fácil de ese detalle). Si se compara esta obra con el Andrei Rubliov (1967) del segundo director, las cualidades estéticas son equivalentes: una reproducción positiva perfecta, pero una dimensión ideológica en seria interdicción: en el caso de Nevsky los enemigos de Rusia eran los alemanes y, en este, eran los tártaros (es decir, los turcos; y decir 'turcos' quiere decir mongoles, y decir 'mongoles' quiere decir chinos). Así se ve que es el presente lo que explica la película, y el contenido histórico es absolutamente imaginario (le agregaría a Ferro aquí, que es también el presente lo que explica -o dirige- la elección del personaje a filmar). Es esta situación la que hace que sea fundamental reflexionar para descubrir la ideología del film, y hacerlo, pues es un ejercicio histórico.

El siguiente ejemplo de Ferro -Paths of Glory (Kubrick, 1957)- es problemático para mí: la razón, es que quienes sindican este film como de claro mensaje antimilitarista me resulta ajena (por cierto, esa opinión la comparten desde especialistas en historia del cine, hasta cineastas con conocimiento histórico y cultural de la producción de su arte, como puede ser el caso de Martin Scorssesse). Claro que puedo encontrar algunos visos de ese antimilitarismo tan mentado al verla, pero realmente, ese no es el componente más destacado en mi interpretación de la película. Dicho lo cual -y porque esto no es el objeto de este post- pasemos a la función de este film en el planteo de Ferro: Como todos sabemos, la trama transcurre en la Primera Guerra Mundial, donde un general francés encamina una ofensiva sólo por llegar antes que un par, mientras el coronel realiza su ataque para poder alcanzar la jerarquía de general. Pero, el capitán acaba por llevar la gente al ataque sólo para ver si el teniente es liquidado en combate, y ese teniente envía a combatir a unos soldados, que aún cuando son rebeldes, acaban por morir como héroes. Parece que esto último fue el colmo, el insulto mayor (y de aquí sale su valoración, dado que, como vemos, todos los aspectos del militarismo son criticados). Por supuesto, los militares la despreciaron (fue presentada en Bélgica -en Francia estuvo prohibida por mucho tiempo-), y el embajador francés salió del cine dando un portazo. Y ahora resulta, lamenta Ferro, que todos ven la Primera Guerra Mundial a través de los ojos de Stanley Kubrick. Una afirmación realmente osada, excedida, de parte de Ferro: Realmente no creo que alguien que conozca la primera Gran Guerra -aunque más no sea por haber visto un puñado de películas, solamente- tenga esta idea de un conflicto tan grande y costoso a la Europa de entonces... (de hecho, Ferro mismo se contradice al afirmar que si las cosas hubiesen sido como Kubrick las plantea, hubiese habido una rebelión general, algo que no aconteció. Esto demuestra la debilidad de su afirmación, acerca de que todo el mundo reduciría cuatro años de semejante conflicto mundial a la historia acotada de Kubrick... quien, de hecho, habla de un conjunto de militares franceses, los que, huelga decir, no son todos los franceses que combatieron, ni el vastísimo universo de combatientes de todas las otras nacionalidades a lo largo de cuatro de años de conflicto). Si bien Ferro afirma que los personajes existieron en la realidad, la situación no se dio de ese modo ni en el mismo momento. Pero no conforme con esto, asegura que Kubrick quiso -sólo si habló con Stanley podría hacer tal afirmación- complacer a un determinado público. Existe una posibilidad más fácil: que la historia ficcionada refleje la ideología del director (implícitamente tolerada/aceptada por quien financió la película, como por el estudio que no la re-editó lo suficiente como para alterar el sentido del guión), y, aún cuando puede ser 'exagerada' o 'tergiversada' acorde los registros históricos, se trata de una ficción que no es tan pasible de 'corregirse' hacia lo que la historia considera como 'verdadero' (...y esta misma noción de verdad -en Ferro como en los militares que la despreciaron- también es un constructo ideológico). Tal vez aquí habría que cotejar el texto de Ferro -y por qué no, el mismo Ferro podría hacerse eco de tales disquisiciones- con quienes han pensado la ficción vis à vis la documentalidad de una película. Al igual que todo lo que pasó en el pasado no es historia, todo lo que se filma y transcurre en el pasado -aún cuando esté inscripto en una historia o lo que podríamos llamar las condiciones históricas de su producción- no es un film pasible de ser pensado como el/los proceso/s histórico/s que leemos en libros y escuchamos de nuestros profesores.

Al igual que en cualquier manual de lógica básica, Ferro va de premisas dudosas a una conclusión verdadera (no decimos sólo plausible, porque verán que lo que sigue es una afirmación en la que muchos podemos acordar): el film, como la novela, y como cualquier otro registro, tiene sus reglas - como ven, en esto muchos podemos estar de acuerdo. Pero enseguida me invita a la disidencia: esas reglas, dice Ferro, no siempre coinciden con la naturaleza histórica de los fenómenos. Primero, aunque él crea que este fue el problema de Kubrick (1957) no es así. Kubrick, como todos los directores -ese es su oficio- filmó la historia que decía algo de la realidad para él. Como hizo cine, se vio obligado a contarla con imágenes, un guión, un elenco y locaciones. Pudo haber chequeado los personajes para otorgarles realismo, pero aún cuando pudo sentirse cómodo en una línea anti-militarista, no necesariamente era tan ingenuo de creer eso acerca de todos los procesos bélicos (puede haber querido, no podemos negarlo, como tampoco Ferro podría hacerlo, mostrar uno de los absurdos escenarios que se dan en un proceso complejo y lamentable como es una guerra. Incluso un militarista extremo podría filmar una película como la de Kubirck, mostrando las mezquindades que también se presentan en una guerra, simple y lamentablemente, porque están inscriptas en la natura humana. Algo tengo que admitir: esto acontecería con militares y militaristas más inteligentes de los que hasta ahora hemos padecido). En otras palabras, no podemos afirmar tan fácil lo que quiso hacer Kubrick y, aún cuando él mismo nos lo hubiese confesado, el hacer arte -y a veces, otras labores que no son consideradas artísticas- implica también cómo vamos desarrollando esa idea primigenia, que influirá en la obra final que hacemos, la que, recién ahí, será sometida a la interpretación ajena.

No obstante esto, las ‘reglas’ a las que refería Ferro (=la unidad de tiempo y acción, y demás) no necesariamente van en contra, o vedan procesos históricos. No. Si así fuere, entonces, los procesos históricos no podrían ser novelados (no queremos decir que 'hacer novela histórica' es 'hacer historia', sino que un proceso puede ser mostrado en ese registro - y eso puede gustarnos o no, pero seguro que no es vedarlo). La decisión que toma un cineasta es otra. Esa decisión no arrastra al registro, y ni siquiera depende de la capacidad del autor. Esas 'decisiones' con las que Ferro choca, son enteramente ideológicas. Es la ideología del director -el autor cuando lo que se hace es cine-, sus concepciones, las que deciden qué historia contar y cómo hacerlo; y dispone todos los instrumentos de una orquesta (guión, fotografía, reparto, vestuario, edición, decisiones estéticas y de lenguaje cinematográfico) para que ejecuten su partitura. Dentro de ‘ideología’ incluimos aquí decisiones estéticas. Ferro parece no concoer el oficio de hacer cine, pero sin embargo, se atreve a afirmar lo que los directores quieren hacer -sin pensar que esa puede ser su propia interpretación (que no tiene nada de malo, todos interpretamos, lo fundamental es saber que las interpretaciones sólo son válidas... para nosotros mismos - como máximo, frente a un espejo). Es caro insertar una ciencia -en este caso la historia, pero otros errores aún más graves cometen los sociólogos- en un registro artístico, sin conocer cómo se logra ese registro. Es un precio tan alto el que pagan quienes lo hacen, que sus afirmaciones [interpretaciones] terminan siendo sólo válidas para quienes cometen el mismo error. Es, entonces, un diálogo entre pródigos, esas descuidadas personas que malgastan su dinero.



En el próximo post, nos dedicaremos a lo que Ferro considera los dos puntos fundamentales de su trabajo (y seguiré disintiendo con él… después de todo, lo hago porque le tengo mucho respeto. Sólo por eso.)