Lo uno y lo otro se reflejan para definirse. [Foto de Jonathan Zawada] |
Al igual que una buena historia a la que antes me referí (acerca de Charles Chaplin impotente de imitarse a sí mismo), esta es una historia impresionante, pero la verdad que no me atrevería a agregarle más adjetivos (y este último, lo pienso en el sentido más laxo posible, con el interés de que atraiga la lectura... Luego de hacerlo, confío en que la historia se abra por sí misma y acabe por colocarse en el lugar de ser recomendable, antes que comentable).
Como tantas otras obras que traen dentro una historia inigualable (El Proceso de Kafka, Trilogía de New York de Paul Auster, etc.), El Halcón Maltés de Samuel Dashiel Hammet trae una 'yapa' interna que sería imposible describir. El protagonista es un sujeto -¡ vaya si estaba sujeto!- al que el protagonista de la novela, Sam Spade, refiere casi sin solución de continuidad con lo que venía haciendo en la trama (y que, por supuesto, parece fuera de lugar... hasta que le encontramos su significado en la trama, claro).
Ante de comenzar a contarlo, Spade se había sentado en un sillón junto a la mesa, y sin más comenzó contarle a Brigid algo que le había ocurrido unos años antes en el Noroeste. Sam hablaba en tono corriente, sin énfasis pero sin pausas, y, de vez en cuando, repetía una frase modificándola ligeramente, como si tuviera gran importancia que cada detalle quedara relatado exactamente tal y como ocurrió. La chica le escuchó, al principio, sin mucha atención -tal vez más sorprendida de que le estuviera contando aquello por los motivos que tuviese para hacerlo-, que interesada en lo que narraba. Pero esto cambiará, a medida que la historia deviniese, y poco a poco fue sintiendo más interés, hasta terminar casi inmóvil, escuchando. El asunto trataba acerca de (...) Un hombre llamado Flitcraft salió un día de su oficina de corredor inmobiliario para ir a comer. Salió y jamás volvió. No acudió a una cita que tenía a las cuatro de la tarde para jugar al golf, a pesar de que fue idea suya concertarla y de que lo hizo solamente media hora antes de salir para comer. Su mujer y sus hijos nunca más le volvieron a ver. El matrimonio parecía feliz. Tenía dos hijos, dos niños varones, uno de cinco años y otro de tres. Flitcraft era dueño de su casa en un buen barrio de las afueras de Tacoma, de un «Packard» nuevo y de los demás lujos que denotan el éxito feliz de una vida en Estados Unidos. Flitcraft había heredado 70.000 dólares de su padre, y el ejercicio de su profesión de corredor inmobiliario aumentó aún más su peculio, que ascendía a unos 200.000 dólares en el momento de su desaparición. Sus asuntos estaban en buen orden, aunque existían entre ellos algunos aún pendientes; el hecho de que no hubiera tratado de concluirlos era una clara prueba de que no había preparado su desaparición. Por ejemplo, un negocio que le hubiera supuesto un bonito beneficio iba a concluirse al día siguiente al de su desaparición. Nada indicaba que llevara encima más de cincuenta o sesenta dólares en el momento de esfumarse. Sus costumbres, durante los últimos meses, eran lo suficientemente conocidas como para descartar cualquier sospecha de vicios ocultos o de la existencia de otra mujer en su vida, aunque tanto lo uno como lo otro cabía dentro de lo posible. —Desapareció —dijo Spade— como desaparece un puño cuando se abre la mano (...) Bueno, eso ocurrió en 1927 yo estaba trabajando en una de las grandes agencias de detectives de Seattle. Un día se nos presentó la señora de Flitcraft y nos dijo que alguien había visto en Spokane a un hombre que se parecía prodigiosamente a su marido. Fui allí. Y, efectivamente, era Flitcraft. Llevaba viviendo en Spokaneun un par de años bajo el nombre de Charles, nombre de pila, Pierce. Era propietario de un negocio de automóviles y tenía unos ingresos de veinte o veinticinco mil dólares al año, una esposa, un hijo de menos de un año y una buena casa en un buen barrio de las afueras de Spokane. Solía jugar al golf a las cuatro de la tarde durante la temporada. Spade no había recibido instrucciones acerca de la que debía hacer si encontraba a Flitcraft. Estuvo charlando con él en la habitación del hotelDavenporth. Flitcraft no sentía remordimientos de ninguna clase. Había dejado a su familia en posición desahogada, y su conducta le parecía completamente razonable. Lo único que parecía preocuparle era hacerle comprender a Spade que, efectivamente, se había conducido razonablemente. Nunca había contado a nadie todo aquello, y, por tanto, hasta ahora no había necesitado explicar a ningún interlocutor que su conducta había sido sensata. Y en ese momento estaba procurando hacerlo.—Bueno, yo le comprendí —dijo Spade a Brigid—, pero su mujer no. Todo aquello le pareció estúpido. Puede que lo fuera. En cualquier caso, la cosa acabó bien. La mujer no quería escándalos; y después de la faena que él le había hecho -'faena' según ella-, no quería saber nada de Flitcraft. Así que se divorciaron discretamente y todo el mundo contento. Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo». Flitcraft había sido un buen ciudadano, un buen marido y un buen padre, no porque estuviera animado por un concepto del deber, sino sencillamente porque era un hombre que se desenvolvía más a gusto estando de acuerdo con el ambiente. Le habían educado así. La vida que conocía era algo limpio, bien ordenado, sensato y de responsabilidad. Y ahora, una viga al caer le había demostrado que la vida no es nada de eso. Él, el buen ciudadano, esposo y padre, podía ser quitado de en medio entre su oficina y el restaurante por una viga caída de lo alto. Comprendió que los hombres mueren así, por azar, y que viven sólo mientras el ciego azar los respeta». Lo que le conturbó no fue, primordialmente, la injusticia del hecho, pues lo aceptó una vez que se repuso del susto. Lo que le conturbó fue descubrir que al ordenar sensatamente su existencia se había apartado de la vida en lugar de ajustarse a ella. Me dijo que, tras caminar apenas veintepasos desde el lugar en donde había caído la viga, comprendió que no disfrutaría nunca más de paz hasta que no se hubiese acostumbrado y adaptado a esa nueva visión de la vida. Para cuando acabó de comer ya había dado con el procedimiento de ajuste. Si una viga al caer accidentalmente podía acabar con su vida, entonces él cambiaría su vida, entregándola al azar, por el sencillo procedimiento de irse a otro lado. Me dijo que quería a su familia como los demás hombres quieren corrientemente a las suyas; pero le constaba que la dejaba en buena posición, y el amor que tenía por los suyos no era de la índole que hace dolorosa la ausencia. —Se fue a Seattle —continuó Spade— aquella misma tarde, y desde allí a San Francisco. Anduvo vagando por aquella región durante un par de años, hasta que un día regresó al Noroeste, se estableció y se casó en Spokane. Su segunda mujer no se parecía a la primera físicamente, pero las diferencias entre ellas eran menores que sus semejanzas. Ya sabe usted, mujeres las dos, de esas que juegan decentemente al bridge y al golf y que son aficionadas a las nuevas recetas para preparar ensaladas. No lamentaba lo que había hecho. Le parecía razonable. No creo que nunca llegara a darse cuenta de que llevaba la misma clase de vida rutinaria de la que había huido al escapar de Tacoma. Y sin embargo, eso es lo que me gustó de la historia. Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó a que no cayeran.
Inquietante. La primera vez que la leí, me resultó una historia imposible de quitarme de la cabeza, no por su estructura o por algún detalle, sino por su significado... Siempre pensé que me faltaba una, dos o veinte lecturas más, y, finalmente, lograría unirla a algún detalle de la novela y el círculo del significado se cerraría. Pero no la he releído esas veinte veces (pero sí unas seis o siete), aunque ahora que lo hago de nuevo, tampoco le encuentro mucho enlace natural con algún otro dato...
Refugiándome con aquéllo de 'mal de muchos, consuelo de tontos', encontré que esta parábola ha desvelado a más de uno (y que seguramente el pillo de Hammett así la dejó, cual pista, para que alguien la suture y arme una 'historia' de ese componente suelto. Escribió como lo haría quien conoce toda una realidad a unos mediocres detectives que tienen que armarla, para dar cuenta de lo sucedido. Y nos dejó boquiabiertos y pensando...).
Para que este post no se haga eterno (aunque es un pecado que ya he cometido innumerables veces aquí, y que sé volveré a cometer), dejemos para el próximo esos análisis interesantes (lo que nos indica que son, obviamente, ajenos)...
Ante de comenzar a contarlo, Spade se había sentado en un sillón junto a la mesa, y sin más comenzó contarle a Brigid algo que le había ocurrido unos años antes en el Noroeste. Sam hablaba en tono corriente, sin énfasis pero sin pausas, y, de vez en cuando, repetía una frase modificándola ligeramente, como si tuviera gran importancia que cada detalle quedara relatado exactamente tal y como ocurrió. La chica le escuchó, al principio, sin mucha atención -tal vez más sorprendida de que le estuviera contando aquello por los motivos que tuviese para hacerlo-, que interesada en lo que narraba. Pero esto cambiará, a medida que la historia deviniese, y poco a poco fue sintiendo más interés, hasta terminar casi inmóvil, escuchando. El asunto trataba acerca de (...) Un hombre llamado Flitcraft salió un día de su oficina de corredor inmobiliario para ir a comer. Salió y jamás volvió. No acudió a una cita que tenía a las cuatro de la tarde para jugar al golf, a pesar de que fue idea suya concertarla y de que lo hizo solamente media hora antes de salir para comer. Su mujer y sus hijos nunca más le volvieron a ver. El matrimonio parecía feliz. Tenía dos hijos, dos niños varones, uno de cinco años y otro de tres. Flitcraft era dueño de su casa en un buen barrio de las afueras de Tacoma, de un «Packard» nuevo y de los demás lujos que denotan el éxito feliz de una vida en Estados Unidos. Flitcraft había heredado 70.000 dólares de su padre, y el ejercicio de su profesión de corredor inmobiliario aumentó aún más su peculio, que ascendía a unos 200.000 dólares en el momento de su desaparición. Sus asuntos estaban en buen orden, aunque existían entre ellos algunos aún pendientes; el hecho de que no hubiera tratado de concluirlos era una clara prueba de que no había preparado su desaparición. Por ejemplo, un negocio que le hubiera supuesto un bonito beneficio iba a concluirse al día siguiente al de su desaparición. Nada indicaba que llevara encima más de cincuenta o sesenta dólares en el momento de esfumarse. Sus costumbres, durante los últimos meses, eran lo suficientemente conocidas como para descartar cualquier sospecha de vicios ocultos o de la existencia de otra mujer en su vida, aunque tanto lo uno como lo otro cabía dentro de lo posible. —Desapareció —dijo Spade— como desaparece un puño cuando se abre la mano (...) Bueno, eso ocurrió en 1927 yo estaba trabajando en una de las grandes agencias de detectives de Seattle. Un día se nos presentó la señora de Flitcraft y nos dijo que alguien había visto en Spokane a un hombre que se parecía prodigiosamente a su marido. Fui allí. Y, efectivamente, era Flitcraft. Llevaba viviendo en Spokaneun un par de años bajo el nombre de Charles, nombre de pila, Pierce. Era propietario de un negocio de automóviles y tenía unos ingresos de veinte o veinticinco mil dólares al año, una esposa, un hijo de menos de un año y una buena casa en un buen barrio de las afueras de Spokane. Solía jugar al golf a las cuatro de la tarde durante la temporada. Spade no había recibido instrucciones acerca de la que debía hacer si encontraba a Flitcraft. Estuvo charlando con él en la habitación del hotelDavenporth. Flitcraft no sentía remordimientos de ninguna clase. Había dejado a su familia en posición desahogada, y su conducta le parecía completamente razonable. Lo único que parecía preocuparle era hacerle comprender a Spade que, efectivamente, se había conducido razonablemente. Nunca había contado a nadie todo aquello, y, por tanto, hasta ahora no había necesitado explicar a ningún interlocutor que su conducta había sido sensata. Y en ese momento estaba procurando hacerlo.—Bueno, yo le comprendí —dijo Spade a Brigid—, pero su mujer no. Todo aquello le pareció estúpido. Puede que lo fuera. En cualquier caso, la cosa acabó bien. La mujer no quería escándalos; y después de la faena que él le había hecho -'faena' según ella-, no quería saber nada de Flitcraft. Así que se divorciaron discretamente y todo el mundo contento. Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo». Flitcraft había sido un buen ciudadano, un buen marido y un buen padre, no porque estuviera animado por un concepto del deber, sino sencillamente porque era un hombre que se desenvolvía más a gusto estando de acuerdo con el ambiente. Le habían educado así. La vida que conocía era algo limpio, bien ordenado, sensato y de responsabilidad. Y ahora, una viga al caer le había demostrado que la vida no es nada de eso. Él, el buen ciudadano, esposo y padre, podía ser quitado de en medio entre su oficina y el restaurante por una viga caída de lo alto. Comprendió que los hombres mueren así, por azar, y que viven sólo mientras el ciego azar los respeta». Lo que le conturbó no fue, primordialmente, la injusticia del hecho, pues lo aceptó una vez que se repuso del susto. Lo que le conturbó fue descubrir que al ordenar sensatamente su existencia se había apartado de la vida en lugar de ajustarse a ella. Me dijo que, tras caminar apenas veintepasos desde el lugar en donde había caído la viga, comprendió que no disfrutaría nunca más de paz hasta que no se hubiese acostumbrado y adaptado a esa nueva visión de la vida. Para cuando acabó de comer ya había dado con el procedimiento de ajuste. Si una viga al caer accidentalmente podía acabar con su vida, entonces él cambiaría su vida, entregándola al azar, por el sencillo procedimiento de irse a otro lado. Me dijo que quería a su familia como los demás hombres quieren corrientemente a las suyas; pero le constaba que la dejaba en buena posición, y el amor que tenía por los suyos no era de la índole que hace dolorosa la ausencia. —Se fue a Seattle —continuó Spade— aquella misma tarde, y desde allí a San Francisco. Anduvo vagando por aquella región durante un par de años, hasta que un día regresó al Noroeste, se estableció y se casó en Spokane. Su segunda mujer no se parecía a la primera físicamente, pero las diferencias entre ellas eran menores que sus semejanzas. Ya sabe usted, mujeres las dos, de esas que juegan decentemente al bridge y al golf y que son aficionadas a las nuevas recetas para preparar ensaladas. No lamentaba lo que había hecho. Le parecía razonable. No creo que nunca llegara a darse cuenta de que llevaba la misma clase de vida rutinaria de la que había huido al escapar de Tacoma. Y sin embargo, eso es lo que me gustó de la historia. Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó a que no cayeran.
Inquietante. La primera vez que la leí, me resultó una historia imposible de quitarme de la cabeza, no por su estructura o por algún detalle, sino por su significado... Siempre pensé que me faltaba una, dos o veinte lecturas más, y, finalmente, lograría unirla a algún detalle de la novela y el círculo del significado se cerraría. Pero no la he releído esas veinte veces (pero sí unas seis o siete), aunque ahora que lo hago de nuevo, tampoco le encuentro mucho enlace natural con algún otro dato...
Refugiándome con aquéllo de 'mal de muchos, consuelo de tontos', encontré que esta parábola ha desvelado a más de uno (y que seguramente el pillo de Hammett así la dejó, cual pista, para que alguien la suture y arme una 'historia' de ese componente suelto. Escribió como lo haría quien conoce toda una realidad a unos mediocres detectives que tienen que armarla, para dar cuenta de lo sucedido. Y nos dejó boquiabiertos y pensando...).
Para que este post no se haga eterno (aunque es un pecado que ya he cometido innumerables veces aquí, y que sé volveré a cometer), dejemos para el próximo esos análisis interesantes (lo que nos indica que son, obviamente, ajenos)...
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